Siempre me gustó la leyenda del Rey Mono. De niño, en las vacaciones de verano, cada mañana saltaba de la cama directo para el televisor. No quería perderme las aventuras del gracioso Sun Wu Kon, y del monje del templo de Shao Lin.
En esta difícil travesía por las montañas de China y la India, solo tuvieron como acompañantes de viaje a un hombre rudo y ordinario, y a un cerdo. Su único objetivo era traer a occidente las sagradas escrituras, o sutras legados por el Budha.
El mono era intranquilo y más de una vez puso a todos en apuros gracias a su naturaleza pendenciera y bromista. Cuando el monje se dió cuenta que era casi imposible controlar las locuras del animal, le colocó sobre las sientes una joya en forma de anillo. De esta forma, cuando se sentaba a meditar, el simio caía desmayado pues la corona dorada le apretaba tanto la cabeza que el dolor lo rendía hasta el desmayo.
En más de una ocasión, cuando el monje comenzaba a adoptar su postura, el Rey Mono le suplicaba llorando que no lo hiciera, que por favor no meditara. No lo haré más, repetía entre sollozos.
Pese a las súplicas, el que vestía el Kesa de Budha comenzaba a practicar y, una vez más, el mono caía desmayado.
Mi mente infantil juzgaba severamente a ese personaje que no dejaba jugar a sus anchas al pobre animalito que siempre terminaba por caer rendido de dolor.
Los Dioses no dejaban de enviar demonios para apartar a los viajeros de su destino, del camino de Budha. Pero los amigos, a pesar de sus diferencias, siempre seguían adelante y no se dejaban engañar.
Ya no soy un niño, pero no hace mucho que comencé a entender que los personajes de esta leyenda no eran sino partes o facetas de un mismo monje. En mi cuerpo experimento día a día la ira del ser ordinario, la gula y la ignorancia del cerdo y la mente intranquila y pendenciera del Rey Mono.
En la Gran Vía de los patriarcas budistas existe algo que llamamos Do Kan Gyo Ji… Así comienza un capítulo del Shobogenzo escrito por el maestro Dogen. Cuando lo leí, todo comenzó a tener sentido.
Este Do Kan, o joya preciosa, gran círculo de la via, no es otra cosa que las prácticas del día a día de los monjes. Es individual para cada uno, pero todos coinciden en Zazen. Así domesticamos al mono, al cerdo, al hombre ordinario. Reconocer a estos seres, saber cuándo dejarlos salir y cuando ceñirles la corona, es una práctica de cada instante, no termina nunca.
La batalla contra los demonios y bestias que surgen de la mente misma, no termina al levantarnos de Zazen. Mahakasyapa, el primer patriarca, practicó los 12 Dhuta o mortificaciones ascéticas, día a día, sin descanso. Shakyamuny Budha practicó siempre junto a la Sangha, jamás volvió a quedarse solo, nunca regresó a palacio y vivió durante el resto de sus días en la misma rutina. Afeitarse la cabeza, predicar el Dharma, practicar zazen sentado en un único zafu, con un único Bowl y un Kesa.
En su momento, transmitió este Kesa, este Bowl, y este Zafu a Mahakasyapa, para que esta joya infinita no se rompa, para que el mono no se libere y cause los estragos más impensables.
Con las dos rodillas bien hincadas en el piso, observo. El abismo ante mi es un anillo infinito, exhalo y todo comienza, otra vez.